Por Fabián Galdi, desde Rusia
Un disparador. Un revulsivo. Un despertar a tiempo. Un saber reaccionar desde el instinto de supervivencia. Esta suma de factores reconvirtieron a la Selección en lo que es y debe ser siempre. Quedó atrás esa actitud timorata que decantaba en tibieza y falta de compromiso. Exasperaba observar cómo una representación argentina no le hacía honor a su condición histórica de potencia mundial. Tras una semana en la cual los conflictos – reales o inventados – se habían posicionado en el centro de la escena, hubo un hecho que de ninguna manera puede pasar inadvertido: Mascherano sentó su posición de líder grupal y su mensaje taxativo recompuso la cadena de mandos interna. Un símbolo legítimo del seleccionado nacional, con cuatro mundiales disputados y una voz autorizada dentro del plantel. Sin embargo, se trata del mismo autor de un penal – absurdo, pero penal al fin – que bien pudo haber significado la eliminación en la fase de grupos, y por ende la despedida de toda una generación. Es un ejemplo de qué significado puede aplicársele al fútbol desde la lógica. Cualquier análisis que se empantanara en estos límites le quitaría esencia a esta herramienta de socialización que no encaja dentro de las definiciones de diccionario.
Es fútbol, sí. Con sensaciones encontradas. Contradictorio y traicionero a la vez. Capaz de manejarnos las emociones sin término medio. Y es la Selección, además, su objeto de referencia. A minutos de caer en el fracaso absoluto de no pasar a octavos, lo cual hubiera sido una afrenta al orgullo del hincha. De la agonía al éxtasis. Del “que se vayan todos” al “todos la vuelta vamos a dar”. Así se vive en la Argentina. Y es una marca registrada en el inconsciente colectivo nacional. Podríamos minimizarla en una apuesta a mostrarnos correctos y auto controlados, pero esa celebración visceral de desahogo y explosión nos explica tal como somos cuando sacamos afuera lo que escondemos adentro de nosotros mismos.
Con sus vaivenes, la Selección parece reflejar la propia cotidianidad de los argentinos. Está atravesada por un juego de antagonismos que no tiene fin. De la intensidad de un momento en el que se potencia al extremo en modo positivo pasa a otros en los cuales se nubla y vive en estado de shock los pasajes siguientes. No hay término medio en este equipo. Ni siquiera ésto pudo haberse superado a través del trabajo de un cuerpo técnico. Sampaoli no es, precisamente, el mejor de los ejemplos: el entrenador mantiene esas oscilaciones internas que más de una vez lo obligaron a bajarle el perfil a declaraciones, modos de proceder y tomas de decisiones en caliente. Hoy día, quizá, el director técnico encuentre un espacio para reflexionar sobre sí mismo, acallada ya la tensión por el pase a la fase siguiente. La serenidad y el autocontrol suelen ser buenos consejeros al efecto.
Repasemos los minutos finales del juego ante Nigeria: del liberador gol de Rojo a la intervención clave de Armani en la última jugada. En ese duelo de opuestos, ocurrido en la cercanía estrecha del final, se pasó de la clasificación a la posibilidad de no verla concretada. Casi un calco de cómo la Selección transitó el Mundial de Italia 90, en el cual llegó a la final tras haber estado al borde del abismo contra Brasil y con sendas tandas de penales contra Yugoslavia e Italia.
Quizá, haya que encontrarle otro foco de análisis: el equipo hizo un clic, el que se le estaba reclamando para no depender sólo de las apariciones de Leo. Y en esa ruptura hay que reconocerle el otro cambio demandado: el de no quedarse únicamente con la aptitud, sino también con la actitud. Más allá del sufrimiento, el giro se advirtió en San Petersburgo y de manera marcada. Si la tendencia se consolida, habrá otro motivo de festejo…quizás mayor que el de este 2 a 1.
